1. INTRODUCCIÓN
La transformación de la agricultura intensiva en el litoral valenciano entre la segunda mitad del siglo xix y el primer tercio del xx comportó la desaparición de cultivos que habían sido centrales durante los siglos anteriores. Entre ellos, la morera es, sin duda, el más destacado. Este árbol había estado presente en todas las zonas de regadío y algunas de secano (Martínez-Santos, 1981; Ardit, 1993: 294-298; Franch, 2000; Peris, 2003). Sin embargo, desde las décadas finales del siglo xviii la sericicultura y el cultivo de moreras perdieron posiciones en la agricultura intensiva valenciana y, desde mediados del siglo xix, se aceleró un retroceso que llevaría, tiempo después, a su desaparición. Este proceso se caracterizó por la dedicación de la tierra a producciones agrarias más vinculadas al suministro alimentario, tanto del mercado interior como de las exportaciones, y al abandono del cultivo de materias primas para la industria, como la morera, el cáñamo o, en los secanos, la barrilla.
Este trabajo trata de explicar la etapa final de una producción, antaño tan floreciente, a partir de dos hipótesis. La primera es que esa etapa fue más prolongada de lo que se ha considerado hasta ahora (Martínez-Santos, 1981; Piqueras, 1985; Garrabou, 1985). La visión habitual de la crisis sedera postula su desaparición casi completa como consecuencia de la patología (denominada pebrina) que afectó a los gusanos en 1854. El auge y dinamismo de producciones como los cítricos o las hortalizas ha eclipsado en el análisis la pervivencia relativamente marginal, pero no despreciable, de la morera y la seda. La subsistencia de una parte del sector en el contexto de estos cambios permite ofrecer una visión compleja del fenómeno más general de la sustitución entre cultivos. La segunda hipótesis propone que este cambio estuvo parcialmente condicionado por la doble dimensión, agrícola e industrial, del sector. La evolución de la producción sedera a lo largo de los siglos estuvo determinada por la interacción de estos dos ámbitos: la cría de gusanos, alimentados con hojas de morera, y la obtención del capullo de seda por los agricultores, que, en muchos casos, también realizaban la extracción del hilo; y el hilado, torcido y tejido llevados a cabo por artesanos urbanos o, cada vez más, por empresas industriales. La proximidad geográfica entre ambas actividades y las múltiples conexiones entre ellas dio lugar a lo que podríamos denominar un distrito sedero, que alcanzó su máxima expansión a mediados del siglo xviii (Franch, 1994). Esa complementariedad influyó en el ritmo y las características de la etapa final de su desarrollo.
El artículo se centra en la trayectoria de una empresa dedicada al hilado de la seda, Trenor y Cía., una de las principales firmas del sector en territorio valenciano y, sin duda, de las de más larga existencia. El estudio de los libros contables (de Fábrica, de Cuentas Corrientes, Diarios, Mayores y Copiadores de Cartas) conservados en el Archivo Municipal de Vinalesa (AMV) permite conocer su actividad, tanto en el aspecto industrial como en la compra de capullo de seda a los agricultores de un área amplia1. El análisis de las anotaciones diarias y periódicas, con mayor detalle en los libros de Fábrica, de Cuentas Corrientes y Diarios, revela información significativa sobre inversiones y transacciones de capullo, de un periodo menos estudiado y considerado en la trayectoria sedera valenciana.
Desde la perspectiva industrial, la crisis sedera ha sido considerada como el fin de una posible vía industrializadora valenciana, que, a partir de entonces, se fundamentó en otros sectores fabriles. En este sentido, nuestro estudio puede ofrecer claves sobre los incentivos a la renovación tecnológica en un sector que perdía competitividad internacional, pero que intentó la reinserción de la producción de hilo y tejidos de seda en el mercado mundial.
Desde el aspecto agrícola del sector, nuestro trabajo incidirá en los mecanismos del cambio de cultivos y las formas de simultaneidad entre producciones en retroceso y producciones en expansión, así como en los criterios que condicionaban la elección de la combinación de cultivos practicada en zonas de regadío. La dimensión agrícola de la seda incluía dos actividades diferenciadas, pero a menudo en manos de las mismas unidades campesinas. Por un lado, el cultivo de moreras para alimentar a los insectos. Por otro, la cría doméstica de los gusanos de seda y la obtención de los capullos de hilo.
El artículo se estructura del modo siguiente: el apartado primero reconstruye la evolución general del sector en el periodo de prolongada decadencia; el segundo apartado está centrado en las adaptaciones empresariales a aquella evolución; y finalmente el tercer apartado estudia la dimensión agraria de esta etapa final de la sericicultura.
2. EL PROLONGADO DECLIVE DE LA SERICICULTURA
En la sedería española, Valencia mantuvo una posición preeminente entre los siglos xvi y xix, tanto en la agricultura como en la manufactura ubicada en la capital y otras ciudades como Orihuela, Requena, Alzira o Gandía (Franch, 2021: 9). Sin embargo, desde las décadas finales del siglo xviii el sector estaba perdiendo el dinamismo anterior (Franch, 2000: 52, 64; Martínez-Santos, 1981: 183-220). En el ámbito del cultivo, esto se manifestaba en cambios en las formas de integrar las moreras en el entramado del policultivo intensivo (Peris, 2022: 112). Fundamentalmente, se reforzó la tendencia a mantener los árboles solo en los límites de las parcelas, para dedicar el interior al trigo, el arroz o las hortalizas. Otra opción para regular la producción en el corto plazo afectaba a la poda: según el desbroce fuera superficial o intenso se modificaba a voluntad la disponibilidad de hoja. Mientras, los precios, ligados al crecimiento demográfico y la demanda alimentaria, generaban incentivos para cultivos como el arroz, una tendencia que afectaba a la supervivencia de las moreras. Este proceso se dio también, con peculiaridades, en el caso de la huerta de Murcia, donde la morera y la cría de gusanos habían ocupado un papel central en la economía y el comercio regionales. Allí, el momento culminante fue también la segunda mitad del siglo xviii y, desde mediados del xix, comenzó una trayectoria paralela a la valenciana (Calvo, 1982: 173-174; Pérez Picazo & Lemeunier, 1984: 378; Martínez Carrión, 2002: 260, 345).
El modelo de producción sedera predominante podría caracterizarse del siguiente modo. Los campesinos, propietarios o arrendatarios, combinaban el cultivo de la morera con una diversidad de cultivos anuales, entre los cuales el trigo y el arroz eran predominantes. En cuanto a las moreras, el agricultor podía vender la hoja del árbol a otros criadores de gusanos, o emplearla en la cría propia y vender en el mercado los capullos o el hilo extraído. En ambos casos, la dimensión comercial era plena y constituía, habitualmente, la principal fuente de ingresos. Se daba, además, una complementariedad con el resto de las producciones: «Con el poderoso auxilio de la hoja de morera, el labrador puede cultivar con desahogo las huertas», afirmaba un contemporáneo (Bosch, 1866: 256). La venta de la seda, inmediatamente antes del vencimiento de los arriendos (el 24 de junio), permitía hacer frente al pago de la renta2. Además, la cría de los gusanos –una actividad intensiva en trabajo– movilizaba mano de obra femenina e infantil para cosechar las hojas, alimentar a los insectos y mantener las instalaciones o andanas. Estas no eran costosas, pero requerían cierta inversión y la disponibilidad de espacio suficiente en las casas, lo cual excluía a los cultivadores más pobres.
Sin embargo, el cultivo intensivo tenía contrapartidas. Desarrollado sobre todo por pequeños cultivadores, la dinámica productiva forzaba una sobreexplotación de los recursos. Cuando se combinaba la morera con el arroz en la misma parcela, aumentaba el grado de humedad de la tierra. Los analistas contemporáneos señalaron que esa humedad dañaba las moreras, lo cual perjudicaba la alimentación de los gusanos, la productividad de la cría y la calidad del hilo (Franch, 2010: 81-87).
Por su parte, la cría del gusano adolecía también de lo que otro contemporáneo consideraba «viciosas y arraigadas costumbres» (Bodí, 1854: 33): la falta de regularidad en la temperatura de los criaderos durante el ciclo de vida del insecto; la deficiencia en la ventilación de estas instalaciones; o el hacinamiento de los gusanos.
En la fase manufacturera del sector sedero, la fabricación de tejidos se veía condicionada por el modelo de producción del hilo. El hecho de que el hilado fuera realizado, muchas veces, por los propios cosecheros, sin proceder a una adecuada selección de los capullos, proporcionaba una fibra de grosor irregular, a la que se añadían materias adulterantes para incrementar su peso o mejorar el brillo (Franch, 2008: 322). Las adulteraciones redundaban en perjuicio de tejidos y tintes. Un manual sobre la manufactura sedera de 1779 no atribuía toda la responsabilidad a los cosecheros, que actuaban según el sistema tradicional, sino a los «compradores por granjería», es decir, la especulación en el comercio de capullo (Lapayese, 1779: 148-151). Así, la sedería valenciana estaría más determinada por las estrategias de los agricultores o de los comerciantes de seda bruta e hilo que por una lógica industrial. Con ello, la complementariedad entre productores y fabricantes se veía fracturada por conflictos de intereses entre ellos (Martínez-Santos, 1975: 71).
Pese a estos problemas, el hilo producido por los cultivadores abastecía una próspera manufactura autóctona, además de nutrir una exportación destinada, sobre todo, a la industria de Lyon (Muñoz & Franch, 2021: 21). Las deficiencias señaladas en las primeras fases de la producción impulsaron varias iniciativas para reunir la actividad en establecimientos fabriles, controlar mejor la hilatura e introducir innovaciones técnicas. En las últimas décadas del setecientos se inició un proceso de industrialización, con la introducción de maquinaria y del vapor como nueva fuente de energía. La máquina de vapor proporcionaba energía mecánica a los tornos (en sustitución del uso de caballerías o de fuerza hidráulica) y calor a las calderas donde se extraía el hilo del capullo (Chanzá, 2010: 116-117). En esta dinámica, fueron pioneros los establecimientos fabriles del genovés Juan Bautista Batifora, en Patraix, y la fábrica de Vinalesa, ambas en los alrededores de la ciudad de Valencia3.
No obstante, las iniciativas industrializadoras se vieron limitadas por los condicionantes del sector agrario de la sedería, esta vez de manera traumática. A mediados del siglo xix, la irrupción de una devastadora epizootia hundió la producción. No fue un hecho exclusivo de España: entre 1855 y 1865 el comercio mundial de seda se contrajo un 30%. Además de los devastadores efectos de la rebelión Taiping en China, este descenso se debió a la difusión de una plaga que afectó a los gusanos de seda en todos los países mediterráneos: la pebrina (Federico, 2009: 36). En Francia, la producción de veinte millones de kilos de capullo en 1850 quedó reducida a cinco millones en 1865 (Specklin, 1976: 197). La situación no comenzó a cambiar hasta que los estudios de Louis Pasteur sobre las causas de la mortalidad de los gusanos dieron resultados prácticos. El científico identificó la patología y estableció el procedimiento para analizar la simiente del insecto, a fin de detectar la infectada y destruirla. De ese modo se podían renovar las generaciones de gusanos sanos, aunque, mientras tanto, la solución a la plaga vendría de la importación de simiente de gusanos desde Japón (Zanier, 1990; Federico, 2009: 38). La producción se recuperó en la década de 1870, pero sin alcanzar las cifras anteriores a la plaga (Désert, 1976: 363).
En el caso de Italia, donde la morera había formado parte de la coltura promiscua y del paisaje rural en muchas regiones, la pebrina llegó a Lombardía en 1851. La plaga redujo bruscamente la producción a menos de la mitad (Federico, 2005: 125) y, como consecuencia, el cultivo de la morera inició un «lento, pero continuo» retroceso (Bianchi, 1989: 467; Bevilacqua, 1989). Aun así, en muchas áreas de Lombardía se estaban plantando moreras de nuevo en el último cuarto del siglo y la producción de seda del país en 1905 triplicaba la anterior a la pebrina. A partir de ese momento se produjo la decadencia del sector, hasta el colapso de los años 1930, cuando las moreras habían desaparecido de la mayoría de las regiones.
En España, la irrupción de la pebrina en 1854 tuvo efectos semejantes a los del resto de países. En un informe de urgencia, se describía así «este triste y fenomenal suceso» (Bodí, 1854: 8): en marzo, recién iniciada la temporada de cría del gusano, se manifestó una elevada mortalidad de los insectos, que fue aumentando con el paso de las semanas. Los capullos que llegaron a formarse fueron pocos y con graves deficiencias. La pérdida de la cosecha de aquel año fue muy importante, pero quedaba por ver si se trataba de un episodio pasajero, como había sucedido con otras patologías en el pasado (Bodí, 1854: 9). Sin embargo, el fenómeno se repitió durante los años sucesivos y la sericicultura sufrió un impacto del que nunca se recuperaría. La plaga fue un fenómeno común a todos los países mediterráneos y algunas conexiones internacionales pudieron agravar su impacto: la expansión del textil sedero en torno a la década de 1840 en el gran centro de Lyon provocó la apertura de nuevas hilaturas en territorio valenciano y generó una demanda extraordinaria de capullos. El alza de los precios habría incentivado el incremento de la producción, con el resultado de un mayor descuido en los métodos de cría y en la calidad de la hoja, como ya se advirtió en la época (Martínez-Santos, 1975: 246). En el ámbito local, pues, los efectos de la expansión industrial habrían creado condiciones favorables para la pebrina.
En el corto plazo, la importación de simiente de gusanos de otros países y regiones posibilitó una cierta recuperación desde 1857, aunque con una baja productividad4. Sin embargo, a los pocos años, otra catástrofe, en este caso climática, vino a empeorar la situación de la sericicultura en las riberas del Júcar. La inundación de 1864, una de las más graves del siglo xix, devastó los morerales y forzó su tala. Con la fuerte pérdida de rentabilidad que el cultivo venía sufriendo desde la irrupción de la pebrina, no hubo una replantación generalizada y los cultivadores reforzaron su dedicación al arroz, un cultivo anual que había escapado a los daños de la inundación (Bosch, 1866: 234-235).
Las cosechas del último tercio del siglo xix, basadas en la adopción de variedades de gusanos llegadas desde Japón, resistentes a la pebrina, y de simiente sana seleccionada en Francia e Italia, se enfrentaban, sin embargo, a un incremento de los costes de producción. Aunque la enfermedad no dejó de reaparecer de manera esporádica, la situación se estabilizó en niveles bajos. Sin embargo, la sedería europea en general se enfrentaba ahora a otro problema: la competencia asiática. De manera simultánea a estos acontecimientos, se había iniciado el auge de Japón como exportador de seda, que le llevaría a representar el 67% del comercio mundial en vísperas de la crisis de 19295. Las importaciones de seda de Extremo Oriente, de alta calidad y precios inferiores a los europeos, situaron la sericicultura en una situación de desventaja que ya no se superaría. En Francia, por ejemplo, esto se tradujo en una caída del precio del capullo del 40% entre 1867 y 1882 (Désert, 1976: 363).
Hacia finales del siglo xix, España ocupaba un lugar muy modesto en la producción mundial de seda. En el quinquenio 1875-1879, la media fue de 426 quintales de hilo frente a los 8.580 de Francia o los 12.540 de Italia. Estos valores estaban muy lejos de los del pasado: a finales del siglo xviii, la producción española era de 5.400 quintales y todavía en 1833 alcanzó los 11.500, superando a Francia, aunque lejos de Italia (Federico, 2009: 202, 204-205). Por aquellas fechas, la seda era la principal partida de las exportaciones valencianas y representaba una cuarta parte de ellas (Piqueras, 1985: 22). Sin embargo, a finales del xix, los envíos de seda ocupaban un lugar marginal en las exportaciones.
En la vertiente industrial del sector, a mediados de siglo existían unas veinte sociedades dedicadas a la manufactura sedera en Valencia. En cambio, en la década de 1877 solo funcionaban, de manera discontinua, unas siete. La producción de tejidos, además, se había especializado: «Los textiles se refugiaron en una producción de artículos finos, de artesanía y con un mercado muy reducido» (Aleixandre, 1987: XXVII). No hubo industrialización de la fase del tejido y siguió predominando el tejido doméstico. Sin embargo, los cerca de cuatro mil telares que existían en la provincia a finales del setecientos (Franch, 2000: 50, 99-101) habían quedado reducidos a unos ochocientos (Galvañón, 1879: 355). De ese modo, la industria sedera valenciana quedó centrada en el hilado para abastecer a las fábricas de tejido de Barcelona o de Lyon (Martínez Gallego, 1995: 53-54). En este ámbito, hubo inversiones importantes durante la segunda mitad de siglo y algunas iniciativas empresariales conocerían una larga pervivencia, aunque, globalmente, siguiera perdiendo peso el sector. Así, por ejemplo, la fábrica de hilatura del francés Henri Lombard, fundada en 1848 en Almoines (en la huerta en torno a Gandía), experimentó sucesivas ampliaciones a lo largo del siglo e incluso en la primera mitad del xx, y solo cerró a finales del franquismo (Bataller & Narbon, 2005: 48-57).
Las resistencias a la desaparición del sector se manifiestan también en algunos intentos institucionales de promover la sericicultura. En 1892 se había fundado en Murcia una Estación Sericícola dedicada a la divulgación de esta actividad y a proporcionar semilla de calidad (Olivares, 2005); y en 1915 el Gobierno aprobaba una ley de protección sedera. En Valencia, en los inicios del siglo xx, se creó el Fomento de la Sericicultura, en el que colaboraban el Colegio del Arte Mayor de Valencia y el Ministerio de Fomento, que pretendía impulsar el cultivo de moreras y la cría de gusanos a partir de sus propias importaciones de simientes de Extremo Oriente (Aleixandre, 1987: XXXIX). Y hubo más intentos de revitalizar esta actividad. Todavía durante la dictadura de Primo de Rivera se creó la Comisaría Regia de la Seda y se fomentó la plantación de moreras, aunque la caída de precios internacionales durante esa década frustró este último intento.
A diferencia de Valencia, en Murcia hubo una recuperación destacable de la producción durante el primer cuarto del siglo xx, que cambió el peso relativo que hasta entonces habían tenido ambas regiones. En 1914, Murcia representaba el 73% de la producción nacional y Valencia y Aragón, el 23% conjuntamente, mientras antiguas zonas productoras como Almería, Granada o Extremadura habían quedado en un puesto marginal (Vieil, 1925: 57). Basada en un incremento de la demanda de hilo desde Francia, la pervivencia en Murcia tuvo también un componente nuevo, la hijuela, una especie de subproducto de la sericicultura (Martínez Carrión, 2002: 346). Se trataba de hilo muy resistente utilizado para suturas médicas o como sedal de pesca, que se obtenía sacrificando los gusanos en su fase adulta, para extraerles las glándulas sedosas, que, en contacto con el aire, generaban estas hebras (Olivares, 2005: 189). Durante un tiempo Murcia tuvo un práctico monopolio en Europa, hasta el surgimiento de las fibras sintéticas. Apenas eran, sin embargo, coletazos de una actividad con un pasado próspero.
3. LA FÁBRICA DE VINALESA EN EL LARGO SIGLO xix
El proceso de industrialización de la hilatura valenciana tiene uno de sus mejores ejemplos en la fábrica de seda de Vinalesa, fundada en 1769 en esa localidad cercana a Valencia. La capital albergaba un importante contingente de tejedores y Vinalesa se encontraba en plena huerta, con acceso a una abundante mano de obra infantil y femenina procedente de las familias de arrendatarios y pequeños propietarios. La fábrica fue iniciativa de cuatro socios de origen francés: el lionés Guillermo Reboull y su hijo, José Lapayese y Juan Bautista Condom, el socio capitalista, copartícipe de varias empresas del último tercio del siglo, entre ellas el Canal Imperial de Aragón (Zylberberg, 1993: 172-175).
La fábrica, en pleno funcionamiento desde 1779, adoptó el ahogado al horno del insecto y, con ello, consiguió preservar el color natural de la seda, a diferencia de lo que sucedía en el ahogado mediante vapor de agua practicado por los campesinos (Lapayese, 1778). Por su parte, el uso del nuevo torno Vaucanson, una vez normalizado, proporcionaba una fibra más firme, limpia y brillante, que podía venderse a un precio mayor. Pese a ello, en la coyuntura adversa de la década de 1790, la elevada inversión realizada en la maquinaria y un exceso de capacidad llevaron a la empresa a la suspensión de pagos (Franch, 2004: 36)6. Durante el difícil primer tercio del siglo xix, la fábrica siguió activa, aunque cambió repetidamente de gestores y propietarios. En 1822 empleaba unas trescientas hilanderas (Piqueras, 2009: 213).
En 1831, el británico Sam Courtauld, que en el siglo xx se convertiría en uno de los mayores productores de seda artificial del mundo, invirtió en la fábrica como parte de una estrategia de diversificación del aprovisionamiento de hilo, que incluía iniciativas paralelas en Beirut y otros puntos del Próximo Oriente (Coleman, 1969: 104). En 1835, Guido Champion la arrendaba a Tomás Trenor Keating. El irlandés compatibilizó la hilatura sedera con otras actividades, como la exportación de productos agrarios, especialmente de pasas, y las comisiones de banca. Trenor y Cía. emprendió otras dos líneas de producción: la fabricación de sacos de yute desde la década de 1860 (que exigió añadir seis nuevas naves al edificio original) y los abonos, con la importación de guano desde los años cuarenta y la producción de abonos químicos desde los ochenta (en este último caso, en otra fábrica junto al puerto de Valencia, por donde llegaban las materias primas minerales). De ese modo, la empresa impulsaba una notable diversificación de negocios, con la agricultura como centro (Giner & Ruiz, 2018; Pons & Serna, 1992: 250-251; Ruiz, 2011; Pons & Serna, 2009). La sociedad estuvo participada y gestionada por tres generaciones de la familia durante noventa años.
Trenor se convirtió en uno de los principales fabricantes de hilo de seda del país. El proceso de producción comenzaba con la compra de capullos a los agricultores. Tras proceder al ahogado del insecto en estufas de vapor, y después de secarlos en cañizos en las andanas, se procedía al deshilado en perolas de agua caliente para obtener las madejas de hilo. Tras el devanado mecánico de las madejas, el hilo sufría en los tornos la primera torsión o apresto, y un hilo más grueso, compuesto de dos, tres o más cabos enroscados, sufría una segunda torsión, que pretendía darle la resistencia necesaria para evitar su rotura durante las operaciones de urdido y tejido. Se obtenía así un hilo de calidad, aunque a mayor coste que la fibra más frágil obtenida por el sistema artesanal. Hay que tener en cuenta que, en el sector sedero, la mecanización no tenía como meta central la reducción de costes, sino la homogenización del hilo y la mejora de su calidad (Francks, 2011). La combinación de los factores grosor y grado de torsión daba lugar a diversos tipos de hilo que, a su vez, influían en las características del tejido7. Según la calidad de la seda, esta podía ser fina o aldúcar. La seda torcida era de pelo moll, hilandero, Persa, China o Bengala, entre otras clases. Trenor y Cía. disponía de un depósito en Barcelona para las ventas a los fabricantes de tejido y también contaba con vendedores por su cuenta8.
Propietario de la fábrica desde 1842, Trenor inició un ciclo inversor importante, en lo que una memoria de la época llamó una «reforma completa» de la fábrica, tras años de bajo rendimiento (Caveda y Nava, 1851: 591-592). En 1845 incorporó una nueva máquina de vapor adquirida en Londres y algunos tornos de hilar procedentes de Taylor y Cía., de Marsella. Construyó la chimenea, dos balsas, andanas y el salón de hilaza. También había reconstruido la rueda hidráulica que la fábrica tenía sobre la contigua acequia de Moncada. En las décadas siguientes continuaron las mejoras, con otra máquina de vapor para el torcido, adquirida a Alexander Hermanos, de Barcelona, y otros dispositivos para el hilado y el torcido. En 1884 instalaba una línea telefónica para conectar la fábrica con el despacho instalado en el domicilio familiar y en 1902 iniciaba la electrificación de las instalaciones. En general, el proceso de cambio técnico en la hilatura había dado ventajas a establecimientos de mayor tamaño, como el que nos ocupa, a costa de productores más modestos (Baleriola, 1894: 158).
Todo ello tuvo lugar a pesar de la crisis desatada en el ámbito rural de la sedería por la irrupción de la pebrina. Aunque la difícil situación sí que debió modificar las previsiones de la empresa, lo cual se refleja en la relevancia de las actividades, la empresa hizo frente compatibilizando la fabricación de seda y sacos. Sus hilazas de seda se presentaron en exposiciones universales, como la de Viena en 1873, donde le reportaron un premio. Sin embargo, muy pronto la producción de sacos, para su venta o como envase de los abonos fabricados por la propia sociedad en su otra fábrica del Grao, generó mejores resultados que la seda en términos globales.
Los libros de contabilidad revelan que unos años después de la compra de la fábrica por Trenor, concretamente en 1846, esta se valoraba en 579.398 reales de vellón, y casi dos décadas después, en 1864, en 1.054.567 reales de vellón por las mejoras e incorporación de maquinaria. Ya compatibilizando ambas actividades, su precio en 1869 era de 2.692.206 reales, 1.099.518 por la sección de hilatura y torcido y 1.592.688 por la de tejidos. Una tasación de 1889 daba cuenta de que la hilatura estaba funcionando a menos de la mitad de su capacidad, a causa de la falta de materia prima. Entonces los elementos afectos al hilado y torcido de la seda suponían 19.583 y 31.644 pesetas, respectivamente, y 91.890 pesetas los vinculados al tejido del cáñamo y yute. Todavía entre 1894 y 1908, el Anuario del comercio, de la industria, de la magistratura y de la administración daba cuenta de la presencia de ambos negocios en la fábrica de Vinalesa. En el balance de liquidación de la sociedad, en 1926, la ya fábrica de yute se valoraba en 365.415 pesetas9.
La producción de sacos de yute estaba muy vinculada a la agricultura intensiva practicada en el litoral valenciano, desde dos puntos de vista. Por un lado, el saquerío era una necesidad para el envase y transporte de productos, como el arroz o determinadas hortalizas. Por otro lado, la demanda de sacos crecía por la amplia comercialización del guano y los fertilizantes químicos, aunque también de productos de consumo alimentario como el azúcar10. En las instalaciones de los Trenor en el Grao se elaboraban o envasaban superfosfatos, sulfato de amoniaco, nitrato de sosa, sales potásicas, abonos químicos, guano concentrado a base del de Perú y abonos combinados con manganeso. También se manipulaban primeras materias para la fabricación de abonos. El auge de esta rama del negocio llevó a una ampliación de la planta en 1899. A la altura de 1909, la información suministrada por la empresa señalaba como sus actividades más destacadas la bancaria y la producción de superfosfatos, mientras en Vinalesa la fabricación de sacos superaba a la de seda11. Además, la sociedad utilizaba los sacos para su negocio de azúcar, tras fundar en 1883 la Refinería Colonial de Badalona y adquirir Azucarera Española en 1896.
La rentabilidad de la actividad sedera de la empresa fluctuó durante todo el periodo, arrojando pérdidas en bastantes ejercicios y, a finales de siglo, hubo un descenso sostenido de los beneficios. Ahora bien, en algún ejercicio (1871-1872) las ganancias fueron destacadas. Respecto de los costes, la materia prima constituía la parte principal del total, seguida de los gastos de hilar y por último los de torcer (74%, 15% y 11% de media, respectivamente). Para el caso de Italia se ha señalado que la industria de la hilatura tenía una elevada necesidad de financiación, dado que la adquisición de la materia prima (realizada de una sola vez al concluir la cría del gusano) representaba una parte muy elevada de los costes (hasta un 85%) y a causa también del largo lapso de tiempo que transcurría entre la adquisición de los capullos y la venta del hilo a los fabricantes de tejidos (Federico, 2005: 143).
El suministro de materia prima a la planta de Vinalesa dependía de las opciones productivas de amplias zonas rurales y estas habían venido modificándose sustancialmente desde la crisis de la pebrina. El mapa muestra la localización de agentes proveedores de la empresa, cada uno de los cuales a su vez adquiría capullo en pueblos próximos. La red abarcaba el territorio con mayor actividad sedera, que coincidía con zonas de agricultura de regadío12. La relación comercial fue muy longeva con algunos de los agentes13 y, en ocasiones, los tratos se prolongaban con sus viudas o hijos, de manera que hubo una gran continuidad en la red. Es más, algunos de los proveedores de capullo se convertirían en expendedores de guano y fertilizantes por cuenta de Trenor y Cía. en sus respectivas comarcas. Los canales de difusión de los nuevos fertilizantes se superponían, así, a las redes previas de comercialización de la producción agraria.
MAPA 1
Red de proveedores de capullos de seda para Trenor & Cía.
Nota: hubo compras en otras zonas no recogidas en el mapa, como Ciudad Real, Talavera de la Reina, Aviñón o Ganges.
Fuente: véase anexo, tablas 2 y 3.
Así pues, la materia prima empleada en la fábrica de Vinalesa procedía de los capullos obtenidos, a pequeña escala, por miles de campesinos dedicados a la cría de gusanos. Sobre ellos se produjo el impacto más directo de la pebrina en 1854, como muestra el hundimiento de las compras de Trenor y Cía. recogido en el Gráfico 1. Durante unos años, llegó muy poca producción a la fábrica y la cifra alta de algún año aislado se debió a compras en el exterior. En cuanto a los precios, parecen haber sido menos estables que antes de la epidemia: hubo alzas puntuales que duplicaron los valores medios, especialmente en los años de inicio de la recuperación, cuando la producción debía recurrir a simiente importada. Por el contrario, también hubo años de hundimiento de la cotización14. Al final de la serie, la tónica de los precios coincide con la caída de las compras, en un momento en que la producción de capullo estaba siendo desplazada en el campo por otros cultivos.
GRÁFICO 1
Compra de capullo de seda por Trenor & Cía.
Fuente: véase Tabla 1.
Las compras en el propio territorio se realizaban en la segunda quincena de junio, cuando había finalizado la temporada de cría de los gusanos. De modo semejante a lo que era habitual en el norte de Italia (Federico, 2005: 138), la empresa adelantaba fondos a los suministradores, quienes percibían una comisión, normalmente del 2%, por la intermediación. Estos también informaban sobre el envío de banastos o cestos, los precios del día, las calidades o la evolución del mercado. La empresa les comunicaba los precios vigentes en ese momento en la ciudad y recomendaba supervisar la calidad del capullo adquirido. En una de las cartas, de 1860, se advertía sobre la calidad del producto: «Autorizamos a usted para comenzar el acopio de capullo por nuestra cuenta, teniendo sumo cuidado en su calidad […] y no esté quebrado […] También se debe estar muy atento sobre el aldúcar, pues lo suelen mezclar con el capullo bueno»15.
En las compras por parte de empresas de hilado como la de Trenor, los precios del capullo estaban influidos por la proximidad de las fábricas, que abarataba los costes de transporte y evitaba los daños derivados de la manipulación de un producto frágil como era el capullo. En muchos casos, los propios cosecheros podían conducir hasta la fábrica su cosecha: la de Vinalesa estaba en plena huerta norte de Valencia y la que pervivió más tiempo en la región, la fábrica de Lombard, se ubicaba en Beniopa, una pequeña localidad de la huerta de Gandía, con gran dedicación a la cría de gusanos (Bataller & Narbón, 2005). Por contra, en áreas interiores, como Segorbe o Aragón, el capullo se pagaba hasta un 30% más barato que en Valencia o Murcia (Baleriola, 1894: 160).
4. LA DECADENCIA SEDERA EN EL CONTEXTO DEL CAMBIO AGRARIO
¿Por qué no se produjo una recuperación sostenida de la sericicultura, una vez superado lo peor de la crisis ocasionada por la pebrina? Si algunos cosecheros siguieron produciendo capullo de seda hasta el primer tercio del siglo xx, ¿por qué esta no fue una opción generalizada? La cuestión tiene interés si tenemos en cuenta, por una parte, que existía una demanda cercana de materia prima (la de hilaturas como la de Trenor), y, por otra, que agrónomos e instituciones señalaron reiteradamente la conveniencia de recuperar el sector y defendieron la rentabilidad de la actividad sedera16. La explicación reside, sobre todo, en la irreversibilidad de los cambios de mediados del siglo, inducidos por el impacto de la plaga. Una vez taladas las moreras, la respuesta de los agricultores a una mejora de las perspectivas de la sericicultura no podía ser inmediata, dado el largo periodo de crecimiento del árbol. A ello se unía el hecho de que, simultáneamente, se abrían grandes posibilidades de crecimiento para otros cultivos intensivos como el arroz, el naranjo y las hortalizas. Como trataremos de mostrar, estos usos del suelo mostraban cierta incompatibilidad con el cultivo de moreras a una cierta escala, tanto en lo que respecta a la ocupación de las parcelas como en lo referente a la coincidencia temporal de determinadas labores. Y es posible que concurrieran, además, otros factores: con el cese de la cría de gusanos las instalaciones domésticas (las andanas) debieron desaparecer de muchas de las casas, de manera que reconstruirlas podría ser costoso si se había adaptado el espacio para su habitabilidad17. Por otro lado, cabe recordar que la seda era el producto comercial más importante en las explotaciones campesinas, de manera que, tras la caída de su producción, la necesidad de numerario volvía urgente la adopción de otros cultivos destinados al mercado (Martínez Santos, 1975: 251). A la altura de los años ochenta, un observador se sorprendía de la rapidez con que habían desaparecido las moreras, en lo que parecía «una terrible cruzada contra la morera» (Melgares, 1883: 7).
¿Por qué se habían talado los árboles sin esperar a una recuperación de la actividad? La crisis de la cría como consecuencia de la plaga de los insectos dejaba las moreras sin utilidad inmediata. En 1860, en Alzira se lamentaban de «el precio insignificante de la hoja de siete años a esta parte, originada por la nula cosecha de seda, llegando a tener que invertir muchos gastos para coger dicha hoja y distraerla en distinto objeto para el que se cría, sin que rindiera ningún producto»18. La irrupción de la pebrina y los episodios de la patología en los años siguientes llevaron a los agricultores a arrancar, de manera bastante generalizada, muchas de las moreras y, desde luego, a no renovar los árboles viejos. A pesar de que el arrancado de los árboles era una desinversión no reversible a corto plazo, la desaparición de gran parte de ellos pudo responder a dos causas. Por un lado, la caída de la producción de seda obligaba a compensar las pérdidas con la extensión de otros cultivos, que exigían mayor espacio en las parcelas19. Por otro, la reaparición periódica de la enfermedad debió causar desconcierto entre los cultivadores sobre el futuro de la cría, tal como refleja el testimonio del cónsul británico en Valencia en 1861:
The farmers are quite discouraged. The “seed” or spawn from Majorca and other places, which had answered best in former years, has not had the like privilege this time […] The breeders of silk-worms know not what expedient to resort to. They are even uncertain whether the evil lies in the seed or in the mulberry leaf that the worm feeds upon (Foreign Office, Diplomatic and Consular Reports, Valencia, Spain, 1861, p. 300).
Así pues, muchas moreras desaparecieron de los campos y, de ese modo, se limitaba la capacidad de respuesta de la producción ante un cambio en la incidencia de la patología de los insectos. Replantar los árboles implicaba un tiempo de espera: hay que tener en cuenta que hasta los cinco años de vida la morera proporcionaba poca hoja; hacia los diez años ya permitía criar cierta cantidad de gusanos, pero la plenitud de producción no se alcanzaba hasta los veintidós años, con unos cien kilos de hoja (Baleriola, 1894: 132).
Por una parte, conforme las moreras se veían desplazadas por otros cultivos, el arbolado restante entraba en conflicto con los nuevos usos del suelo. Ya hemos comentado en el apartado primero los efectos negativos que la extensión del arroz tuvo sobre los árboles plantados en las mismas parcelas, a causa de la excesiva humedad provocada por la inundación permanente durante meses. Por otra parte, la presencia de moreras en la misma parcela donde se cultivaban plantas anuales obligaba a utilizar herramientas manuales en lugar del arado, que podía dañar las raíces del árbol. Además, la sombra del arbolado perjudicaba las sembraduras, un temor que se había extendido también en las zonas productoras de Italia (Federico, 2005: 127). Por ello, se solía hacer una poda radical al acabar la temporada de cría, a fin de impedir que hicieran sombra a las hortalizas cultivadas en verano (Baleriola, 1894: 71). En otros casos se buscaba conseguir árboles de poca altura, para facilitar la recogida de la hoja. Todas estas prácticas perjudicaban la salud del árbol. La marginación de las moreras subsistentes se tradujo en el descuido de su cultivo, como señalaba, a finales de siglo, un buen conocedor del sector:
Las moreras en el campo no representan un vegetal con derecho a cultivo, sino que está considerado y se le trata como un obstáculo que se tolera para aprovechar la hoja… Y como las malas hierbas, se nutre del pillaje que puede ejercer en las plantas bajas. La adolescencia del árbol resulta, por lo dicho, muy larga, dando tiempo a que antes de su completo desarrollo, se presenten las enfermedades (Martínez Catalán, 1896: 20).
Los agrónomos contemporáneos insistieron en las ventajas del cultivo de moreras en zonas de secano, dado los perjuicios que la excesiva humedad causaba a la hoja en áreas de regadío. Pero a lo largo de la segunda mitad del xix esta opción perdió atractivo ante la expansión y rentabilidad de la viña, lo que afectó a la supervivencia de los árboles en los secanos valencianos, donde la viticultura adquirió un gran peso (Piqueras, 1985: 198-203). Sin embargo, la crisis vitícola de finales del siglo no mejoró las perspectivas de la morera.
También las labores de la sericicultura mostraban algunas incompatibilidades con las líneas de producción que se estaban consolidando en los regadíos. La época de cría de los gusanos ocupaba, en conjunto, unos tres meses. En la segunda quincena de marzo se realizaba la incubación de la simiente, hasta el nacimiento de los gusanos, aunque el inicio de esta tarea debía acompasarse con el brotar de una especie caducifolia como las moreras a fin de asegurarse suficiente disponibilidad de hoja (Vieil, 1925: 213). Desde principios de abril hasta la segunda quincena de mayo se llevaba a cabo la cría propiamente dicha, cuando era preciso alimentar a los insectos diariamente y, con especial intensidad, en la última fase de su vida, cuando aumentaba su voracidad. El 20 de mayo, aproximadamente, y durante la primera quincena de junio, se producía la incubación de la crisálida y, a continuación, había que ahogarla para mantener el capullo intacto o, eventualmente, permitir la salida de las mariposas en algunos de los capullos para obtener una puesta de huevos para la siguiente cosecha.
La temporada de cría, aunque relativamente breve, coincidía plenamente con las labores del inicio de ciclo del arroz: en abril había que preparar el terreno antes de la inundación y en mayo se producía el trasplantado, una labor muy intensiva en mano de obra, toda ella masculina. En tierras de huerta sin presencia de arroz, en junio llegaba la siega del trigo y la siembra del maíz. Así pues, la cría de gusanos de seda y otras labores importantes del resto de los cultivos coincidían en el tiempo, y solo la dedicación de mujeres y niños a la primera facilitaba la compatibilidad. Sin embargo, en las zonas naranjeras de la ribera del Júcar, el avance del naranjo ofrecía amplias oportunidades de trabajo a las mujeres durante una temporada más larga en los almacenes de manipulación de la fruta y a los niños en la recolección (especialmente para acceder a las partes altas de los naranjos).
La producción de capullos de seda en sí misma se enfrentaba a varias dificultades. Para mantener una productividad razonable la cría requería muchos cuidados: una temperatura adecuada y constante en las andanas, espacio suficiente para los gusanos, que aumentaban rápidamente de tamaño, o aireación suficiente, entre otros. El control riguroso de las condiciones ambientales exigía el uso de termómetros e higrómetro. Una tarea importante era el igualado: como el nacimiento de los gusanos se producía a lo largo de varios días, las sucesivas mudas de la larva –que interrumpían la actividad digestiva del gusano– se producían en diferentes momentos, dependiendo de las diferencias de edad. El gusano había de ser alimentado desde el mismo momento del despertar de cada muda, pero el reparto de hoja sobre el mismo cañizo podía perjudicar a los que seguían mudando. Esto solía provocar cierta mortalidad de gusanos en las primeras edades (Vieil, 1925: 219). Además, las mudas exigían la presencia de poco lecho (formado por los restos de las hojas y las deyecciones del animal, que se empleaba como fertilizante en los campos), lo que obligaba a tareas diarias de limpieza o a ubicar los gusanos sobre hojas de papel. En cualquier caso, en el curso de las cuatro mudas, había que desplazar varias veces una infinidad de gusanos, cada vez de mayor tamaño, a fin de poder alimentar a unos mientras despertaban los otros.
Limitar la mortalidad ordinaria de los gusanos y conseguir una productividad alta (medida en kilos de capullo obtenidos por onza de simiente de gusanos) exigía, pues, métodos muy intensivos en trabajo: seleccionar la hoja dada como alimento y cortarla para facilitar su consumo; manipular los gusanos en el curso de las sucesivas mudas; limpiar frecuentemente los lechos; o regular la corriente de aire y la temperatura en el interior de las andanas. La calidad de la hoja de morera era un factor decisivo en la supervivencia de los gusanos y en la calidad de la seda, pero las variedades de moreras cultivadas buscaban maximizar la cantidad y ello, a menudo, era a costa de la calidad nutritiva de la hoja (Melgares, 1883: 12). Además, la manipulación de la hoja entre la recolección y el uso podía deteriorar visiblemente la calidad de la alimentación de los gusanos. A estos problemas se atribuían, como también había hecho Pasteur, otras patologías que afectaban con frecuencia a los insectos.
Aunque la sericicultura podía practicarse con un capital modesto, exigía, como mínimo, unas instalaciones domésticas donde llevar a cabo la cría, y esto suponía la disponibilidad de espacio en las casas. Con frecuencia las andanas se instalaban en las plantas altas, pero, en aquel momento, muchas de las viviendas eran de una sola planta y con pocas posibilidades de expansión horizontal, dado el hábitat concentrado que caracterizaba gran parte de las zonas sederas.
Pese a estos condicionantes, la sericicultura atravesó altibajos, de manera que, en determinadas coyunturas, aparecía como una línea de producción todavía viable. La misma crisis incrementó el precio de las escasas cosechas de capullo (Martínez-Santos, 1975: 250), lo que podía hacer atractiva la continuación de esta actividad para algunos agricultores. En 1871 se ponía de manifiesto esta expectativa en una de las zonas tradicionales del sector y se destacaban algunos de los rasgos del negocio:
En mayo empieza en Alzira el mercado del capullo y de la seda hilada que traen a la venta los campesinos de la Ribera. Los comisionados nacionales y extranjeros acuden a comprar a este mercado central, donde se negocia por valor de algunos millones de reales. El año pasado se pagaba el capullo de 320 a 400 rs. la arroba, pero este año gira el precio más bajo y apenas llega el mayor a 269 rs. Esto es debido a la guerra extranjera y a los sucesos posteriores que han sucedido en Francia. En Alcira tiene la cosecha de seda mucha importancia, la cual es en el presente año bastante favorable en toda la provincia. La hoja se ha presentado sana y muy abundante, de manera que de 80 hasta 100 rs. la carga, de 10 arrobas, que se vendió el año pasado, ha bajado al principio a 40 y 30 rs. este año y ha concluido a 10 rs. Motivan este exceso de hoja dos causas: una que se ha avivado menos simiente que el año pasado y otra el desarrollo de las moreras, de resultas de las lluvias de invierno. Estos lisonjeros datos abren de nuevo el porvenir próspero de la cosecha de la seda (Lassala, 1871: 4)20.
En efecto, la producción se recuperó temporalmente en los años finales de la década de 1860 y primeros de la siguiente, como muestran las salidas de seda hilada por el puerto de Valencia recogidas en el Gráfico 2. Este reverdecer de la actividad, acompañado por un gran optimismo entre los medios agraristas de Valencia, se fundamentó en el empleo de simiente procedente de Japón (Martínez-Santos, 1975: 245) y en el suministro de hoja de los árboles que habían permanecido en los campos, a los que se sometió a un deshoje mayor, que perjudicaba a medio plazo la salud de la morera. Es probable también que un cierto número de criadores recurriera a comprar hoja a quienes conservaran árboles, lo que encarecería los costes de producción. De hecho, en los años en que mejoraba la cría de gusanos (normalmente por el uso de simiente renovada) se producía un aumento del precio de la hoja disponible, como sucedió, por ejemplo, en 187821. La rentabilidad de la cría, sin embargo, podía variar de manera brusca por diversas circunstancias. Así, en la campaña de 1899, un descenso repentino de las temperaturas en la segunda quincena de marzo dañó las moreras y redujo la disponibilidad de hoja, de manera que «algunos cosecheros que no quisieron arrostrar la contingencia de tener que comprar la hoja a precios que hicieran ilusorio el beneficio de la cría, optaron por abandonarla»22. Sin embargo, quince días más tarde, una anormal elevación de las temperaturas afectó a la supervivencia de muchos de los gusanos avivados, lo cual redujo la demanda de hoja y, al mismo tiempo, elevó el precio del escaso capullo que se obtuvo aquel año23.
GRÁFICO 2
Salidas de seda no tejida por el puerto de Valencia
Fuente: elaboración propia a partir de Hernández y Piqueras (1978: 171).
La incertidumbre acerca de la reaparición de la patología en un año dado inducía nuevas estrategias en la cría: «Cada cosechero, recordando los desastres anteriores de cuando ha criado simiente epidemiada, viene poniendo en incubación mayor cantidad de semilla que hoja de morera tiene disponible, influido por la idea de que se perdía una buena parte de los gusanos y era preciso criar muchos para que quedaran algunos en condiciones de hacer los capullos» (Baleriola, 1894: 153). Sin embargo, como sucedió en 1894, si no había pérdida de simiente, la hoja disponible resultaba insuficiente y sus precios se elevaban.
La recuperación de la sericicultura implicaba dos tipos de actuación que no era fácil coordinar: por un lado, proporcionar simiente sana y resistente; por otro, conseguir la replantación de moreras, especialmente de variedades con buen rendimiento24. La cría se basaba cada vez más en simiente de gusanos importada, bien de Extremo Oriente o de Francia e Italia. Con anterioridad a la pebrina, los agricultores habían obtenido la simiente de la cosecha anterior: seleccionaban los mejores capullos y dejaban que finalizara la metamorfosis y la mariposa pudiera ser fecundada para obtener los huevos. La plaga limitó las posibilidades de este autoabastecimiento. Ahora había que recurrir al mercado para obtener simiente, aunque, en muchos casos, los fabricantes de hilo la proporcionaban al cosechador para asegurarse la materia prima25.
Los canales de llegada de nueva simiente eran diversos y no siempre fiables. La prensa con frecuencia anunciaba la venta, como sucedía, por ejemplo, en marzo de 1878, a punto de comenzar el avivamiento de los huevos, con la casa de comercio Caruana, de Valencia, que ofrecía simiente procedente de Montpellier «examinada al microscopio», de la cual se aseguraba que había dado buenos resultados en el sur de Francia26. Algunas áreas, como el departamento de Pyrénées Orientales, se especializaron en la obtención de semilla para su venta y encontraron un buen mercado en España (Vieil, 1925: 29; Baleriola, 1894: 19). Las instituciones agronómicas, por su parte, prodigaron la búsqueda de nueva simiente y también ensayaron nuevas variedades de morera, con el objetivo de mejorar la alimentación del insecto (Calatayud, 1999).
Sin embargo, como muestra el Gráfico 2, a partir de los años ochenta se produjo una fuerte caída de las ventas exteriores, como consecuencia de lo que parece haber sido un descenso de la producción. Esta tendencia alejó cualquier expectativa de viabilidad del sector. En estas condiciones, el sector se volvió más sensible a la política arancelaria. La implantación en 1892 de un impuesto transitorio a las exportaciones de seda en bruto, en respuesta a las demandas de los fabricantes instalados en España, provocó la reacción de entidades vinculadas a los cosecheros: el Ayuntamiento de Murcia y la Sociedad Económica de Valencia se dirigieron a las Cortes pidiendo la supresión del arancel, en vista de los bajos precios a los que se estaba cotizando el capullo27. Consideraban que la medida trataba de compensar a los fabricantes, y es que, efectivamente, en el tratado comercial con Francia de 1882 (orientado a facilitar las exportaciones vinícolas), las mayores rebajas arancelarias habían afectado, precisamente, a los diversos productos de seda. Más tarde, en el giro de 1891, el aumento de la protección a la seda estuvo muy por debajo del concedido, por ejemplo, a los tejidos de algodón (Serrano, 1987: 51, 204-205).
En las postrimerías del siglo, la competencia de Japón se sentía en todas partes, sobre todo porque se trataba de un hilo de calidad y de coste inferior (Baleriola, 1894: 155-156)28. Además, desde los años 1870, en Japón se obtenían tres cosechas al año, mientras en China se pasaba de una a dos cosechas. De hecho, los precios de la seda caían en todos los países productores (Federico, 2009: 80-82). Sin embargo, habría un rasgo que diferenciaría el caso español: teniendo en cuenta que los precios del capullo sufrían grandes oscilaciones, los cultivadores italianos o franceses solían dosificar las ventas, pero los españoles se veían forzados a vender toda la producción tras la cosecha: «El cosechero de seda, por regla general es pobre y lo que desea es vender pronto los capullos para atender a las más urgentes necesidades de la vida. Por una parte, para guardarlos sería necesario que ahogara y conservara bien su cosecha, cosa a la que no sería fácil acostumbrarlo» (Baleriola, 1894: 157). Por otra parte, la cosecha se adelantaba unos treinta días en España respecto a la de Francia o Italia, lo que influía en los precios de la seda destinada a la exportación, porque los compradores limitaban la cotización ante la posibilidad de que cosechas abundantes en sus países redujeran el precio del capullo (Baleriola, 1894: 157). Tampoco hubo en España avances significativos en cuanto a mejoras técnicas en el ciclo de la cría como los que se daban en Japón –fuertemente impulsadas por el Estado– o en Italia.
Aun en la coyuntura de crisis agraria de los años ochenta, cuando se había reducido la rentabilidad de todos los cultivos, la morera no había remontado su diferencial desfavorable, como muestra el Cuadro 1. La agricultura de regadío valenciana, «asediada por la concurrencia extranjera en sus más preciados productos», no podía recurrir a la recuperación de la seda: «El restablecimiento de la industria de la seda, que ha sucumbido o ante la ineficacia de sus medios o ante la competencia extranjera, con quien no ha podido seguir luchando, es una ilusoria demanda»29. Si bien no era un caso aislado entre los países productores, en nuestro país la sericicultura no podía competir con otros productos de las áreas regadas (Federico, 2009: 100).
CUADRO 1
Producto neto de cultivos de regadío en la ribera del Júcar
(pesetas por hectárea, 1923)
Alzira | Algemesí | ||
---|---|---|---|
Naranjo | 399 | 350 | |
Trigo y otros cereales | 252 | 235 | |
Arroz | 257 | 135 | |
Moreras | 162 | 100 |
Fuente: Archivo Municipal de Alzira, 34/456; Archivo Municipal de Algemesí, Agricultura, Varios.
A la altura de 1923, las estadísticas oficiales registraban 10.000 hectáreas de moreras en la provincia de Murcia, mientras, para Valencia, no daban dato de superficie porque «no se cultiva en masa» y hacían solo una estimación del número de árboles y del valor total30. Por esas fechas subsistían en Murcia 11.595 productores, mientras en Valencia se habían reducido a 7.702 y se contabilizaban 3.851 en la provincia de Alicante. La producción por cosechero era, sin embargo, muy baja en Valencia: 8,3 kilos de capullo por productor, frente a los 43,8 de Alicante o los 59,7 de Murcia (González Marín, 1951: 186). Este contraste, originado por una gran diferencia en la cantidad de simiente avivada, revela que la sericicultura había quedado reducida a una actividad relativamente marginal para la mayoría de los agricultores que todavía la practicaban en esa provincia.
5. CONCLUSIONES
La reconstrucción de la trayectoria final de la sericicultura valenciana muestra la complejidad de un proceso de decadencia de una actividad muy arraigada en las estructuras productivas. Ni la existencia de una demanda cercana bastante segura procedente de la industria, ni los incentivos de los precios, ni las recomendaciones y opiniones de los agrónomos y economistas coetáneos, sirvieron para que la parte agrícola de la sedería recuperara su importancia tras el impacto de la pebrina a mediados del siglo xix. El desencadenante de la crisis fue un episodio de origen biológico, común al resto del mundo mediterráneo. Había, pues, una vertiente transnacional de este episodio, como en otras plagas vegetales de la época, pero las condiciones particulares de la cría de gusanos de seda desempeñaron también un papel en la gravedad de la crisis. Con anterioridad a la pebrina, la vertiente agrícola de la sericicultura había perdido centralidad, a causa de la irrupción de otras opciones productivas como el arroz. Y este hecho se acentuaría después de la irrupción de la epidemia, ampliado por el éxito de cultivos como las hortalizas o el naranjo. La orientación a la producción de alimentos se hizo ampliamente mayoritaria a lo largo del ochocientos en los regadíos del litoral mediterráneo.
Sin embargo, aun por debajo del peso que esta actividad había tenido en el pasado, la producción en el campo resistió más de lo que habitualmente ha defendido la historiografía, a causa de la demanda procedente de los fabricantes locales de hilo. La explicación de que esta pervivencia no renovara la centralidad del pasado reside en la dinámica de la producción de seda, basada en una actividad con dos componentes complementarios: el cultivo en los campos de una especie arbórea como la morera y la cría doméstica de una especie muy peculiar de insecto como era el gusano de seda. En el ciclo productivo de ambas actividades se plantearon obstáculos e incompatibilidades con otras dedicaciones agrícolas de rentabilidad al alza. Como hemos tratado de explicar, fueron estos obstáculos los que condenaron la sericicultura a su desaparición a largo plazo.
El caso estudiado plantea también cuestiones en torno a los vínculos entre agricultura e industria. Simultáneamente a los cambios en la sericicultura, una parte no menor de la industria mostró capacidad de adaptación técnica y sobrevivió durante décadas a los problemas de la producción de capullo. La fábrica de la familia Trenor en Vinalesa siguió produciendo hilo, a partir, sobre todo, de la materia prima suministrada por miles de agricultores de las áreas de regadío. Su red de proveedores siguió operando hasta entrado el siglo xx y la empresa siguió abasteciendo a sus clientes, fabricantes de tejido, en Barcelona o Lyon. Sin embargo, la pérdida de peso de la producción sedera estuvo acompañada por una reconversión de la empresa hacia otras actividades agroindustriales que acabarían por tener una capacidad de expansión y una rentabilidad considerablemente mayores. Especialmente importante fue la fabricación y comercialización de fertilizantes, ayudada, en parte, por la misma red de compradores de capullo que la empresa había configurado durante décadas. De esta manera, se reconfiguraban los vínculos y complementariedades de la agricultura y la industria.
AGRADECIMIENTOS
Los autores agradecen a Ricardo Franch Benavent sus comentarios al texto y a Raúl Añó Bresó por la elaboración del mapa. También los comentarios de los evaluadores anónimos de la revista.
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ANEXOS
Tabla 1
Capullo comprado por Trenor y Cía. (1838-1906)
Año kg % pts. corrientes pts. corrientes/kg
1835 26.081,20 1,29 106.141,35 4,07
1836 29.663,10 1,46 126.390,71 4,26
1843 37.424,68 1,85 126.530,00 3,38
1844 42.980,19 2,12 200.640,05 4,67
1845 54.308,06 2,68 214.991,28 3,96
1846 52.882,35 2,61 227.746,79 4,31
1847 59.593,12 2,94 237.271,07 3,98
1851 34.762,03 1,71
1856 103,50 0,01 625,58 6,04
1857 2.231,58 0,11
1860 78.573,26 3,87
1862 42.861,94 2,11 225.438,64 5,26
1863 22.316,04 1,10 127.666,42 5,72
1865 18.579,75 0,92
1866 13.178,02 0,65
1867 23.773,86 1,17 161.348,77 6,79
1868 52.989,76 2,61
1869 57.317,24 2,83
1870 51.435,13 2,54 413.532,61 8,04
1871 60.736,82 3,00 174.450,06 2,87
1872 59.417,65 2,93 376.164,77 6,33
1873 37.217,36 1,84 144.220,83 3,88
1874 61.082,65 3,01 241.591,31 3,96
1875 38.422,91 1,89 186.311,57 4,85
1876 26.722,46 1,32 139.897,23 5,24
1877 30.484,09 1,50 200.938,14 6,59
1878 36.633,51 1,81 179.142,90 4,89
1879 32.986,37 1,63 212.039,20 6,43
1880 38.319,04 1,89 196.064,46 5,12
1881 35.526,58 1,75 155.609,30 4,38
1882 38.625,40 1,90 170.489,03 4,41
1883 27.002,78 1,33 129.330,62 4,79
1884 35.460,02 1,75 161.992,40 4,57
1885 22.703,93 1,12 103.405,50 4,55
1886 11.211,26 0,55 48.887,11 4,36
1887 24.248,38 1,20 107.497,31 4,43
1888 30.130,23 1,49 97.562,44 3,24
1889 25.327,95 1,25 99.199,63 3,92
1890 24.819,53 1,22 132.060,91 5,32
1891 37.895,49 1,87 129.714,57 3,42
1892 27.330,12 1,35 121.488,39 4,45
1893 36.729,99 1,81 247.038,20 6,73
1894 43.505,28 2,15 120.362,66 2,77
1895 52.081,78 2,57 163.194,46 3,13
1896 73.762,96 3,64 202.646,98 2,75
1897 48.040,56 2,37 138.159,58 2,88
1898 41.933,54 2,07 226.269,20 5,40
1899 52.394,40 2,58 245.774,94 4,69
1900 51.621,57 2,55 207.482,93 4,02
1901 54.831,60 2,70 239.617,39 4,37
1902 40.886,35 2,02 187.737,43 4,59
1903 43.140,47 2,13 249.324,79 5,78
1904 9.714,28 0,48 39.594,87 4,08
1905 13.456,58 0,66 54.096,53 4,02
1906 2.399,88 0,12 10.276,06 4,28
Total 2.027.858,58 100
La información sobre compras de capullo proveedor/año ha sido obtenida del análisis de los libros contables del AMV. No se conserva información de los últimos años de Trenor y Cía. (1907-1926) y se incluyen en la tabla dos ejercicios de una sociedad previa de Tomás Trenor Keating. Desde mediados de 1844 hasta finales de 1886 los importes están en reales de vellón y desde entonces en pesetas. Trenor estuvo comprando capullo por cuenta de Sam Courtauld en el período 1835-1848. No hubo compras de capullo en los años 1849, 1852, 1855 y 1859. Los años ausentes de la serie lo son por faltas del archivo.
Tabla 2
Capullo comprado por Trenor y Cía. (1850-1906) por zona
Zona kg % Período
1 Alzira (Valencia) 340.717,00 19,75 1850-1851, 1857-1858, 1860-1884, 1886-1904
2 Játiva (Valencia) 310.478,64 18,00 1868, 1870, 1874-1903
3 Murcia 244.925,79 14,20 1869, 1871-1875, 1880, 1893-1903, 1905
4 Valencia 123.350,67 7,15 1863-1866, 1868-1869, 1871-1877
5 Foyos 91.943,08 5,33 1878-1891, 1893-1906
6 Gandía (Valencia) 91.436,50 5,30 1866, 1868-1884, 1893-1900, 1902
7 Vinalesa 78.757,20 4,57 1879-1800, 1884-1886, 1890-1906
8 Benaguacil (Valencia) 63.238,24 3,67 1889-1897, 1899-1903
9 Algemesí (Valencia) 57.640,93 3,34 1884, 1886-1903
10 Turís (Valencia) 56.562,38 3,28 1868-1869, 1871-1872, 1878-1879, 1883-1884,
1886-1887, 1891-1901
11 Ribarroja (Valencia) 46.894,53 2,72 1866-1869, 1876-1885
12 Aviñón (Francia) 39.705,36 2,30 1862-1863
13 Murviedro (Valencia) 30.574,96 1,77 1857, 1860, 1863, 1868-1869, 1871-1872
14 Morella (Castellón) 24.381,70 1,41 1870, 1872
15 Benifayó (Valencia) 19.867,06 1,15 1887-1893, 1895-1897, 1901-1903
16 Pego (Alicante) 16.260,08 0,94 1900-1903
17 Ganges (Francia) 14.168 0,82 1885
18 Segorbe (Castellón) 7.106,11 0,41 1893-1895, 1898
19 Ciudad Real 3.741,64 0,22 1878
20 Alginet (Valencia) 3.604,96 0,21 1869, 1871
21 Carcagente (Valencia) 2.409,94 0,14 1865-1866
22 Talavera (Toledo) 2.342,32 0,14 1867-1868
23 Cheste (Valencia) 2.213,98 0,13 1870, 1878, 1880
Otras 52.604,78 3,05 1899-1901, 1904
Total 1.724.925,85 100
Fuente: véase Tabla 1.
Tabla 3
Capullo comprado por Trenor y Cía. (1850-1906) por proveedor
Proveedor kg % Período
1 Gabriel Roca (Murcia) 244.619,89 14,18 1869, 1871-1875, 1880, 1893-1903, 1905
2 Eliseo Climent (Játiva, Valencia) 175.663,51 10,18 1891-1903
3 Jaime Arnau Bremond (Alzira, Valencia) 163.193,91 9,46 1857-1858, 1860-1873
4 Ignacio Fargas (Alzira, Valencia) 128.074,67 7,42 1874-1884, 1886-1904
5 José Pla González (Játiva, Valencia) 120.024,12 6,96 1874-1890
6 Clemente Serra (Gandía, Valencia) 91.436,50 5,30 1866, 1868-1884, 1893-1900, 1902
7 Antonio Ruiz (Foyos, Valencia) 80.863,75 4,69 1878-1891, 1893-1900
8 Fábrica (Vinalesa, Valencia) 78.757,20 4,57 1879-1800, 1884-1886, 1890-1906
9 Gerónimo Gil (Valencia) 54.861,64 3,18 1863-1866, 1868-1869, 1871-1877
10 Vicente Romero (Valencia) 53.637,81 3,11 1866, 1868-1869, 1871-1876
11 Francisco Lozano (Turís, Valencia) 51.179,34 2,97 1868, 1878-1879, 1883-1884,
1886-1887, 1891-1901
12 Vicente Castillo (Benaguacil, Valencia) 46.003,82 2,67 1889-1897, 1899
13 Alfonso Bigot (Aviñón, Francia) 39.705,36 2,30 1862-1863
14 Bernardo Asensi (Algemesí, Valencia) 34.992,66 2,03 1895-1903
15 Vicente Segura (Alzira, Valencia) 34.123,98 1,98 1850-1851
16 José Garcés (Murviedro, Valencia) 30.574,96 1,77 1857, 1860, 1863, 1868-1869, 1871-1872
17 Matías García (Morella, Castellón) 24.381,70 1,41 1870, 1872
18 José P. Huguet (Algemesí, Valencia) 22.648,27 1,31 1884, 1886-1894
19 Bautista Albenca (Ribarroja, Valencia) 21.931,54 1,27 1876-1880, 1882-1885
20 Miguel Montaner (Ribarroja, Valencia) 21.921,07 1,27 1866-1869
21 Daniel Burgos (Benaguacil) 17.234,42 1,00 1900-1903
22 Fernando Sastre (Pego, Alicante) 16.260,08 0,94 1900-1903
23 José Riberoles (Alzira, Valencia) 15.324,44 0,89 1897-1899, 1901
24 Francisco Esteve (Játiva, Valencia) 14.791,01 0,86 1868, 1870
25 Cabane Meyrucis (Ganges, Francia) 14.168,00 0,82 1885
26 Palluat Combier y Testenoire (Segorbe, 13.683,79 0,79 1899-1901, 1904
Castellón y Benaguacil, Valencia)
27 Daniel Burgos (Benaguacil, Valencia) 13.151,92 0,76 1900-1903
28 José M. Clerigues (Benifayó, Valencia) 11.979,72 0,69 1887-1893
29 Honorato Ruiz (Foyos, Valencia) 11.079,33 0,64 1901-1906
30 Pla y Mompó (Valencia) 11.076,46 0,64 1871-1873
31 Crescencio Beltrán (Benifayó, Valencia) 7.887,33 0,46 1895-1897, 1901-1903
32 Gaspar Cifre (Turís, Valencia) 5.383,04 0,31 1869, 1871-1872
33 M. Pérez Navarrete (Segorbe, Castellón) 4.477,18 0,26 1893-1895
34 Antonio Noguera (Valencia) 3.774,76 0,22 1869
35 Francisco García (Ciudad Real) 3.741,64 0,22 1878
36 Antonio Roig y Alcober (Alginet, Valencia) 3.604,96 0,21 1869, 1871
37 Ramón March (Ribarroja, Valencia) 3.041,92 0,18 1880-1881
38 Alejandro Gastaldi (Carcagente, Valencia) 2.409,94 0,14 1865-1866
39 J. M. Lleonart (Talavera, Toledo) 2.342,32 0,14 1867-1868
40 Miguel Martínez (Cheste, Valencia) 2.213,98 0,13 1870, 1878, 1880
41 Hijos de J. Monforte (Segorbe, Castellón) 2.052,06 0,12 1898
Otros 26.651,85 1,55
Total 1.724.925,85 100
Fuente: véase Tabla 1.
Tabla 4
Precio del capullo comprado por Trenor y Cía. por proveedor
PROVEEDORES 1862 1872 1882 1892 1902
kg pts./kg kg pts./kg kg pts./kg kg pts./kg kg pts./kg
Fábrica Vinalesa 3.036,55 4,25 3.336,09 4,62
Gerónimo Gil (Valencia) 1.310,77 6,77
Pla y Mompó (Valencia) 3.661,69 7,09
Vicente Romero (Valencia) 8.365,39 6,98
Antonio Ruiz (Foyos) 6.975,90 4,35
Honorato Ruiz (Foyos) 2.324,84 4,76
Bernardo Asensi (Algemesí) 3.743,48 4,79
José P. Huguet (Algemesí) 1.704,30 4,51
Daniel Burgos (Benaguacil) 4.086,18 4,66
Vicente Castillo (Benaguacil) 5.039,47 4,43
Crescencio Beltrán (Benifayó) 1.106,76 4,52
José M. Clerigues (Benifayó) 936,27 4,28
Bautista Albenca (Ribarroja) 1.281,73 4,46
Jaime Arnau Bremond (Alzira) 8.245,56 6,76 6.708,21 7,29
Ignacio Fargas (Alzira) 16.510,03 4,44 2.626,60 4,42
Gaspar Cifre (Turís) 881,82 7,04
Francisco Lozano (Turís) 2.599,92 4,86
Eliseo Climent (Játiva) 11.387,01 4,42 11.043,22 4,82
José Pla González (Játiva) 10.019,89 4,45
Clemente Serra (Gandía) 1.475,39 7,31 3.837,84 4,33 1.684,52 4,85
Matías García (Morella) 6.226,24 7,27
Fernando Sastre (Pego) 5.166,26 4,42
Pedro Martínez (Murcia)
Gabriel Roca (Murcia) 26.125,73 5,49 8.395,00 4,17
Jose Garcés (Murviedro) 4.085,81 6,94
Alfonso Bigot (Aviñón) 34.616,38 4,9
Otros 576,61 7,15
TOTAL 42.861,94 5,26 59.417,65 6,33 38.625,40 4,41 27.330,12 4,45 40.886,35 4,59
Fuente: véase Tabla 1
↩︎ 1. El contenido del archivo, pendiente de catalogar, puede consultarse en Ruiz (2006). Incluye también información de sociedades predecesoras de Trenor y Cía.
↩︎ 2. También sucedía así en Murcia, donde los arrendatarios pagaban la renta con el producto de la seda y los contratos de arrendamiento estipulaban la obligatoriedad de mantener y plantar moreras (Baleriola, 1894: 166).
↩︎ 3. Sobre Batifora, véase Franch (1984).
↩︎ 4. Los rendimientos anteriores a la plaga en Alzira se situaban entre 45 y 50 kilos de capullo por cada onza de simiente de gusanos. Esta cifra cayó a menos de 20 kilos en 1854 y, hacia 1860, alcanzaba entre 25 y 32 kilos (Galvañón, 1879: 353).
↩︎ 5. La cría de gusanos y la producción sedera se convirtieron en Japón en una de las partidas centrales de la agricultura comercial (Francks, 2011: 79, 84-85).
↩︎ 6. La fábrica contaba con 23 máquinas para el torcido, 19 máquinas para devanar y 60 tornos dobles (Cavanilles, 1795: 148).
↩︎ 7. Archivo Municipal de Vinalesa (AMV), Tasación de la fábrica de hilados y torcidos de seda y tejidos de cáñamo y yute, que de propiedad de los señores Trenor existe en el pueblo de Vinalesa, de 6 de enero de 1889, realizada por el arquitecto Joaquín María Belda Ibáñez y el ingeniero industrial Quintín Fernández Morales.
↩︎ 8. Entre sus clientes: Alorda y Cía. (Barcelona), Luis Balcells (Barcelona), S. Bernades (Reus), Borrell hermanos y Cía. (Barcelona), E. Hernández (Reus), Marco y Cardona (Barcelona), Antonio Pascual y Cía. (Reus), Hijos de F. Santonja (Barcelona), J. Malvehy (Barcelona), Marco y Cardona (Barcelona), Antonio Pascual y Cía. (Reus), o sucesores de F. Vilumara (Barcelona). Como vendedores por su cuenta: Barff Bevan y Cía. (Londres), Desgeorge y Cía. (Bruselas), Pedro Gil y Cía. (París), Roberto Gower y Cía. (Marsella), Healt y Cía. (París), Emilio Mejean (depósito Barcelona), Penet Reiser y Cía. (Lyon) o Clemente Serra (Gandía).
↩︎ . Mercurio. Revista comercial ibero americana, 2 de agosto de 1917, en https://www.bne.es. El análisis contable revela que no es que el yute reemplazara a la seda en la fábrica de Vinalesa ya en el siglo xix, como pudiera entenderse de algunas afirmaciones (Piqueras, 2009: 215; Sánchez Romero, 2009: 113; Franch & Alba, http://paisajesturisticosvalencianos.com).
↩︎ . La Esfera. Ilustración Mundial, 8 de julio de 1917, en https://prensahistorica.mcu.es; La Monarquía, 8 de diciembre de 1917, edición extraordinaria, en http://www.memoriademadrid.es; y La mañana, 25 de agosto de 1918, en https://prensahistorica.mcu.es.
↩︎ 11. «Los envases para el mencionado abono prodúcelos la misma casa Trenor en su notable fábrica de Vinalesa. De su importancia darán idea las dos mil toneladas de yute que poco más o menos consumen sus telares anualmente, y el número de operarios –más de cuatrocientos– que allí trabajan. Es el de Vinalesa centro fabril de primer orden, dotado de ciento cincuenta telares mecánicos absolutamente perfeccionados, que trabajan mucho y bien […] Para los sacos posee la casa una marcadora automática rapidísima, tanto, que puede marcar, y a dos colores, más de doce mil envases diarios. Si bajo el aspecto comercial la mencionada fábrica de Vinalesa tiene importancia, por sus adelantos, especiales condiciones de calidad de los productos y baratura de los precios, no la tiene menor bajo su aspecto social, pues a su sombra viven multitud de familias obreras, contentas con el régimen y trato del establecimiento […]». Valencia: literatura, arte, actualidades, 29 de agosto de 1909, Ajuntament de València, en https://bivaldi.gva.es.
↩︎ 12. Ocasionalmente la fábrica recurrió a proveedores extranjeros. Iniciada la plaga, en 1854 hubo que adquirir a Robert Gower dos partidas de seda y J. Crawford Rew (Leith) enviaba otra partida de seda de China en 1856. Alfonso Bigot (Aviñón) y Salavy Pere and fils (Marsella) suministraron en el bienio 1862-1863 y Cabane Meyrucis (Ganges) lo hizo en 1885.
↩︎ 13. Es el caso de Jaime Arnau (Alzira), Ignacio Fargas (Alzira), Francisco Lozano (Turís), José Pla (Játiva), Gabriel Roca (Murcia), Antonio Ruiz (Foyos) o Clemente Serra (Gandía).
↩︎ 14. Las oscilaciones de precios se daban también para un mismo proveedor y año: a título de ejemplo, en 1864 las compras a G. Gil se pagaron de 48 a 62 reales/cuarterón y a J. Arnau de 52 a 72. En 1865, las compras a G. Gil de 90 a 102 y a J. Arnau de 88 a 106.
↩︎ 15. AMV, Carta a José Garcés, 21 de mayo de 1860.
↩︎ 16. Un ejemplo, con una cuantificación de los resultados teóricos de la cría, en El Progreso agrícola y pecuario, núm. 542, 1907, pp. 1-2.
↩︎ 17. Hacia 1871, sin embargo, se destacaba la subsistencia de algunas de estas instalaciones en el núcleo urbano de Carcaixent: «hay casas con grandes andanas, recuerdos de los prósperos años de la cría de la seda» (Lassala, 1871: 6).
↩︎ 18. Archivo Municipal de Alzira, Estadística. Producción y consumo, 1860-1884, legajo núm. 362.
↩︎ 19. Adicionalmente, pudo haber influido en la desaparición de las moreras su competencia con otros cultivos por los nutrientes del suelo, como parece sugerir un texto de la época: «Un árbol improductivo […] está absorbiendo las sustancias fertilizantes que el suelo podía suministrar a las plantas que viven en derredor», en «La tala de la morera», La Agricultura Valenciana, núm. 3, 1863, p. 36.
↩︎ 20. Además, la seda seguía siendo una actividad importante, junto a la naranja: «La producción de seda tiene gran importancia en Gandía; la huerta se halla poblada de moreras y de los pueblos comarcanos se trae mucha hoja al mercado diario que se establece durante la temporada de cría de los gusanos en la ciudad. En ella se ha desarrollado la industria del hilado y del torcido de la seda desde muy antiguo, pero últimamente ha construido una magnífica fábrica el señor Boix-Jacquet» (Lassala, 1871: 12).
↩︎ 21. «Hace bastantes años que no se habían conocido en los pueblos de la Ribera del Júcar tan elevados precios en la hoja de morera, como los que se están pagando estos días. Este precio, cuando la hoja ha tomado ya todo su desarrollo, es debido a la buena marcha que está siguiendo gran número de cosechas, por haberse avivado en bastante cantidad la semilla recogida por medio del sistema Pasteur, que es la única que en las actuales circunstancias ofrece probabilidades de buen éxito», en El Mercantil Valenciano, 28 de abril de 1878.
↩︎ 22. «La cosecha de la seda valenciana en 1899», La Agricultura Española, vol. II, núm. 23, 1899, p. 379.
↩︎ 23. Para un ejemplo de los problemas de sincronización entre la floración del árbol y el avivado de la simiente, véase «Espagne. La récolte de cocons en 1897», Le Moniteur des Soies, núm. 1832, 1897, pp. 3-4.
↩︎ 24. Una onza y media de simiente se podía criar con unas 30 moreras «de buena clase» (Baleriola, 1894: 164).
↩︎ 25. «Las filaturas francesas establecidas en nuestra nación ayudan mucho a conservar lo poco de sericicultura que nos resta, pues tienen interés en que exista la primera materia para que sus fábricas funcionen y de ahí que proporcionen a los cosecheros buena semilla» (Baleriola, 1894: 3).
↩︎ 26. El Mercantil Valenciano, 4 de marzo de 1878.
↩︎ 27. Archivo de la Real Sociedad Económica de Valencia, IV-2, c-263. Las exportaciones constituían una parte menor, pero significativa, de la producción. En 1894, se vendieron 670.000 kilos a hilaturas francesas en España; 250.000 a hilaturas españolas; 155.000 se exportaron a Francia; y 25.000 fueron hilo de pesca o crin de Mesina, según Le Moniteur des Soies, núm. 1724, 1895, p. 4.
↩︎ 28. El interés por las condiciones productivas y comerciales del país asiático atrajeron el interés, por ejemplo, del diplomático y descendiente de una familia de industriales sederos de Valencia Enrique Dupuy, que había publicado La seda, su cultivo y producción en el Imperio japonés (1875). Véase también Losano (2017).
↩︎ 29. Gaceta Agrícola del Ministerio de Fomento, vol. 5, 1886, p. 726.
↩︎ 30. Avance estadístico de la producción agrícola en España, Madrid, 1923, pp. 315, 347.